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  • Foto del escritorRaquel Oliva

San Ireneo de Lyon y el llanto de Ucrania


Bandera de Ucrania

Me dijeron una vez en clase que el P. Antonio Orbe, patrólogo, decía que para dedicarse a la Patrología hay que tener una actitud selénica —estar bastante en la luna, vaya, descansando en los pastos del s. II y pensando sobre las cuestiones teológicas más fascinantes—, cosa que me llamó la atención, me hizo gracia y fue casi profecía y declaración de facto. Entre luna y luna he pensado mucho sobre algo que oí en una clase de Historia de la Iglesia que también me hizo pensar mucho: que Dios suscita los carismas que la sociedad necesita y que, por ello, cuando ya no se necesitan, pueden desaparecer. Nosotros, de corta mirada, atribuimos la caducidad de las instituciones a causas humanas (falta de vocaciones, etc) y ciertamente no voy a ser yo la que diga que las instituciones más hermosas no se van al traste por torpezas, mafias y miopías terrenales..., pero pienso, ¿es que Dios no tiene un plan? Lo tiene y puede sacar de una cosa otra y por sus caminos ir a donde Él quería... eso sí, dando vueltas los demás durante cuarenta años por el desierto... Y a propósito de los carismas, mientras desde mi luna alcanzo a divisar algo de los nacionalismos y separatismos crecientes de acá y acullá, he pensado yo mucho en un carisma muy querido por mí, que es el de Iesu Communio —que por cierto, hacen unos dulces estupendos y otras tantas cosas: https://iesucommunio.com— y me he cerciorado de que, ciertamente, el Espíritu Santo suscita —o más bien va gestando desde lejos, en este caso— los carismas que cada sociedad necesita en su tiempo.

En la catedral de Burgos dijeron que habían pedido a dicho instituto traducir su nombre latino Iesu Communio y que habían optado por “Comunión de Jesús”, pero nadie lo dice en castellano, gracias a Dios, porque el nominativo Communio está claro, pero el Iesu es muy sugerente, pues, también ablativo, se puede traducir de alguna otra forma muy hermosa, muy sugerente y muy verdadera. Mejor dejarlo en latín.

Iesu Communio

¿Es que acaso no queda clarísimo que el mundo necesita comunión? Si el Renacimiento ponía, dicen, al hombre en el centro, nuestra época exalta al individuo, nuestro habitat es el individualismo que rampla campante en trabajos, comunidades de vecinos y por doquier: yo a lo mío, yo a mi bola, mis derechos, mi opinión, mi criterio, mi... ¿y el otro? ¡Al río con él! cuando se pone en mi camino. Y esto sucede en lo pequeño de nuestro entorno y en lo grande de nuestro planeta.

Pienso también en la proclamación de San Ireneo, como Doctor Unitatis, “Doctor de la Unidad” justo en este año 2022, cuando llevan promoviéndolo desde hace tiempo... Y pensaba yo, que nace un carisma como Iesu Communio mostrando la belleza de la comunión y ahora San Ireneo de Lyon es proclamado doctor de la Unidad (hubiera sido más bonito Doctor de la Comunión, porque como dice uno que yo me sé, también está unida una trufa...) cuando entre tanto nacionalismo, tanto individualismo, tanto yo en oposición a un nosotros, se eleva en este año 2022, tras una pandemia llena de soledades y aislamientos —que precisamente ha mostrado que necesitamos del otro— el llanto de Ucrania, el llanto de rusos que lloran por sus muertos o que lloran por Ucrania, Polonia que llora, la generación que vivió la IIGM que llora porque recuerda de pronto el ruido de los bombardeos que ya había olvidado... el mido, la pena, la consternación...


Se oye una voz en Ramá, lamento y llanto amargo. Raquel llora por sus hijos; rehúsa ser consolada, por sus hijos que ya no existen (Jeremías 31, 15)

Y se oye también el llanto de la Iglesia, que llora, porque sabe que en cada fibra de esta materia nuestra, el hombre está hecho para la comunión porque nuestra carne, la que asumió Jesús, está llamada a la comunión.


Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia (Efesios 5, 29).

Sólo el Espíritu puede reunir los granos dispersos. El mundo necesita a Dios.


Venía de la nada, y se ofreció como era, a impulso del Espíritu. «Porque en primer lugar es menester que guardes el rango de hombre, y sólo después participes en la gloria de Dios (a que El generosamente te llama). No haces tú a Dios, sino Dios te hace a ti. Si eres la obra (preferida) de Dios, espera sin prisas la mano de tu artífice, que todo lo hace según conviene: quiero decir, según a ti conviene, que eres (por El) trabajado. Ofrécele tu corazón blando y tratable. Mantén la figura con que te configuró el artista, reteniendo en ti la humedad, no vayas endurecido a perder las huellas de sus dedos. Si conservas la unidad (del barro humedecido), acabarás por subir a lo perfecto. El artificio de Dios esconderá el lodo que hay en ti. Su mano formó la sustancia tuya (primero en Adán y luego en el útero materno). Ella te ungirá por dentro y por fuera con oro y plata purísimos, y te adornará a extremos que el propio Rey codicie tu hermosura (cf. Sal 44,12). Pero si (por no querer la lluvia del Espíritu), endurecido al punto, rehúyes la obra de arte de Dios y te vuelves ingrato contra El (acusándole) de que (a raíz de la creación, sólo) te ha hecho hombre, con tu ingratitud para Dios perdiste a un tiempo su arte y la vida (a que eras llamado). El hacer es propio de la benignidad de Dios; el ser hecho, propio de la naturaleza del hombre. Si, pues, le entregares lo que es tuyo—la fe en El y la sumisión—, recibirás el arte (benéfico) de El, y terminarás por ser obra perfecta de Dios. Mas, si no te fías de El y escapas a sus manos, tuya será—que no obedeciste—la culpa de quedar imperfecto, no del que te llamó. Envió El quienes llamaran a la boda (de su Hijo); más los no obedientes se privaron ellos (culpablemente) de la cena del Rey (cf. Mt 22,3). No falla el arte de Dios, poderoso para levantar de las piedras hijos de Abrahán (cf. Mt 3, 99 [sic]), sino el (hombre) rebelde a ella y culpable de la propia imperfección (y ruina). No responde la luz de la ceguera de quienes se arrancaron los ojos. La luz persevera igual. Son ellos los que, cegados por su culpa, se instalan en régimen de tinieblas. Ni la luz somete a nadie por la fuerza, ni Dios obliga al que se resiste a su trabajo de arte… La sujeción a Dios es descanso eterno. Los que huyen de la luz tendrán (por desgracia) un lugar digno de su fuga, y los que rehúyen el eterno reposo poseerán una morada conveniente a su huida. Y como en Dios están todos los bienes, quienes por su voluntad huyen de El, a sí mismos se privan de todos los bienes para caer en el recto juicio de Dios. Pues los que huyen del reposo, con toda justicia se hallarán en medio de la pena. Y los que rehúyen la luz, justamente habitan en tinieblas»[1].
He ahí el secreto del humano éxito. A uno le toca ser hombre, para que Dios sea en él Dios. A la criatura, que viene de la nada, dejarse hacer. Y al Creador, hacer. Si tanto se deja hacer el hombre, cuanto Dios hace; y Dios quiere hacer de él su igual, tanto resultará ser el hombre Dios, cuanto en hacerle así puso el Padre libremente su voluntad.
Esto se ve claro en la Virgen. Ninguna criatura se dejó hacer de Dios como ella. Y como El la quería para madre de su Hijo, bastóle esperar con sencillez y fe el arte generoso y delicado del cielo, para—sin dejar de ser tierra—volverse Madre de Dios. A tal fin, retuvo la humedad del Espíritu, que como lluvia mansa la disponía—gracia sobre gracia—para el trabajo de los dedos divinos.
¿Puede acaso fructificar la tierra árida?
«Del trigo seco no hay modo de hacer, sin agua, masa ni pan. Tampoco nosotros podíamos hacer uno en Cristo Jesús sin lluvia del cielo. La tierra árida no fructifica mientras no reciba agua. Ni los que antes éramos leño árido, fructificaríamos nunca la Vida (de Dios) sin la lluvia (del Espíritu) generosamente venida del cielo. La carne nuestra recibió mediante el bautismo la unidad (de Espíritu) que mira a la incorrupción; el alma, en cambio (directamente), mediante el Espíritu. Ambas cosas —el bautismo (de agua) y el Espíritu— son por lo mismo necesarias, porque las dos aprovechan para la Vida de Dios. Por compasión a la Samaritana pecadora, que, lejos de mantenerse fiel a un solo marido, fornicó en multitud de nupcias, el Señor le significó y prometió el agua viva, para que ya no tuviera sed ni se afanase por el deleite de agua tan trabajosamente buscada, pues tenía en sí una que saltaba a la Vida eterna. Agua que el Señor recibe en don, del Padre (en su propio cuerpo), y comunica a su vez a quienes participan de él, con el Espíritu Santo, que envía a toda la tierra»[2].
La Virgen era pura delicadeza. Su condición blanda veníale —en lo humano— de su tierna edad. En lo divino, del Espíritu que le llovía invisible del cielo.
Al decir «Hágase en mí según tu palabra», presentaba al mensajero de Dios un cuerpo ungido, como arca de la Nueva Alianza, por dentro y por fuera. Sin entrar en los misterios de la humana generación, ofrecía al cielo el tesoro virginal, tierra no labrada por el hombre, para que la trabajase en obra de incorrupción[3].
[1] Cita nuestro autor en Orbe, Anunciación, 261 n. 1: “SAN IRENEO Adv. haer. IV 39,3s”. El texto citado corresponde a AH 4, 39, 2-4. [2] Cita nuestro autor en Orbe, Anunciación, 262 n. 2: “SAN IRENEO, Adv. haer. III 17, 2”. Cita compulsada en Ireneo de Lyon, AH 3, 17, 2, eds. A. Rousseau – L. Doutreleau (SC 211; Éditions du Cerf, Paris 1974, reimpr. 2002), ln. 32-50, 332-334. [3] Orbe, Anunciación, 259-262.
(Tomado de: Raquel Oliva, El Espíritu Santo en los misterios en carne en las obras espirituales de Antonio Orbe, 61-62)
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