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  • Foto del escritorRaquel Oliva

La Corona es del Rey


Salus Carnis_sine dominico non possumus

La #comunión. La comunión nos sostiene, nos alimenta, nos permite seguir en pie. La comunión física del cuerpo de #Cristo en la #eucaristía y la comunión con su cuerpo que son los cristianos, cuerpo suyo porque ungidos con el mismo Espíritu que acarició su #carne humana hasta exaltarla a la gloria del Unigénito. A veces pensamos que comulgar es para sólo nosotros, una cuestión individual: si no comulgo, mal para mí y viceversa. Comulgar es fortalecer el tejido de la carne de Cristo que se extiende por todo el mundo. Pero vivir en comunión no sólo es comulgar físicamente la carne gloriosa de Cristo: "Credo in Spiritum Sanctum, sanctam Ecclesiam catholicam, Sanctorum communionem". "Sanctorum communionem": la comunión de los santos, o la comunión de las cosas santas... gloriosas y sugerentes ambigüedades lingüísticas. Si uno considera la dimensión comunional del cristiano, de suerte que la comunión de uno incide en la comunión de todos y cada uno de los miembros del cuerpo, entenderá que su vida de fe no es sólo para sí y que su comunión física del cuerpo de Cristo no es sólo para sí, sino que redunda en todo el tejido eclesial. Por eso, hermanos que no podéis comulgar porque vivís en países donde es imposible, o hermanos que por múltiples razones (como las de hoy) no podéis: la Iglesia os ata a su comunión. La noble práctica de la comunión espiritual que ayuda al fiel a expresar su deseo de comunión abre todo el ser a la posibilidad real de recibir la fecundidad de la comunión eclesial: tus hermanos, allá donde estén, te sostienen porque estamos entretejidos en la gloriosa carne ungida del único que lleva una corona de poder absoluto: Jesucristo, Rey que aplastó la muerte. La comunión eclesial te abraza, te da descanso, te da la gracia en tu imposibilidad. Por eso aquellos mártires, que podían, desafiaron la muerte por amor para otros que no podían:

En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió:  "Sine dominico non possumus"; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado. Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel "inmenso y terrible" (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio. En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo. Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo. El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice:  "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar:  "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?" (Jn 6, 52). (MISA DE CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO ITALIANO (BARI) HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI. Solemnidad del "Corpus Christi" Domingo 29 de mayo de 2005).


Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y arrojan sus coronas delante del trono diciendo: «Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, no existía y fue creado.» (Ap 4, 9-11).


Nuestras coronas a tus pies, Rey de reyes.

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