Cuaresma al hilo de Antonio Orbe
Primer misterio. Jesús es desnudado. Lo hayan o no hecho los mílites con delicadeza, para nosotros que le miramos con amor merece suma reverencia.
«¡Esfuerzo, Señor, que os mandan desnudar para abriros a azotes! Comenzad a quitar esas ropas, hiladas con las virginales manos de vuestra sacratísima Madre. Desnudaos, Señor, que así habéis de quedar para vestir la desnudez de mis pecados. Llegan, pues, aquellos crueles soldados y con toda descortesía le quitan las ropas al redopelo, y dejan desnudo al que viste los cielos de nubes, y a los campos de flores, y a los lirios y azucenas de mayor hermosura que tuvo Salomón en su gloria. Pareció desnudo, lleno de virginal vergüenza aquel noble joven de treinta y tres años, con tanta lindeza de cuerpo y proporción de miembros hasta entonces nunca de otros vistos que de la Virgen, su Madre; que sólo ver hombre tan lindo bastaba para atar las manos de las fieras, no pudiendo querer afear la belleza de toda la naturaleza humana» (A. de Cabrera, Serm. Viernes Santo, cons. XII).
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Los requiebros de la Esposa resultan pobres. A ti, Señor, miraba Dios cuando decía (Gén 1,26): «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Dios/hombre, Ungido en el Espíritu del Padre, eras tú el modelo en que, desde entonces, fijaba los ojos. En tus miembros purísimos descubrían mil perfecciones, unidas en tal orden que dulcemente hiriesen a los sentidos. Vayan los soldados con tus vestidos en busca de flagelos; y déjenme solo para a mi gusto contemplar tu cuerpo, oh soberana desnudez de mi Señor Jesucristo, ungido de Dios con la doble gracia del Verbo y del Espíritu.
A través de tu Humanidad se trasluce el Verbo, imagen substancial del irrepresentable Dios; y el Espíritu, semejanza también substancial del no directamente asemejable ser primero. En tus miembros se congregaron —ríos que confluyen en el mar— los tesoros del infinito: para que, a través de humanos sentidos, nos levantaran a lo divino, accesible en el Hijo del hombre.
Todo eres amable; todo infinitamente deseable sobre el amor y pureza de los ángeles. En tu cuerpo vislumbro la hermosura de la que te dio a luz en Belén. A través de tus miembros de carne, la del Espíritu que desde siempre te engendra para su propio deleite. Dos encantos se unieron —el humano de tu Madre y el divino del Padre— en tu persona.
(Antonio Orbe, Del Olivete al calvario)
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