La transfiguración del hombre tendrá por medida el cuerpo clarificado del Señor. La sustancia del organismo revestirá la cualidad del espíritu. Al ascender —a raíz del juicio final— a la vida de Dios, se levantará el hombre, por encima de los ángeles, hecho perfecta y definitiva imagen de Dios, y se colocará al nivel de Cristo redivivo, expresión —en carne— de la imagen subsistente de Dios; espejo diáfano, en sustancia físicamente humilde, de las perfecciones del Verbo y del Espíritu. El cuerpo glorioso de Jesús, además de paradigma del hombre perfecto, será vehículo indispensable para que los elegidos suban a Dios y reciban de él la incorrupción y eternidad. Mediador necesario y definitivo para la salvación humana, ninguno irá al Padre —ni siquiera entonces— sino a través de la humanidad deífica del Verbo. Si es uno el Hijo y uno también el género humano, la última y más honda unidad del género humano reside en su comunión de Espíritu con el Hijo. Los hombres no están llamados a la unidad personal con el Padre; sí a la espiritual con él, físicamente derivada del Padre al Hijo; y del Hijo a sus hermanos los hombres[1]
[1] a. orbe, Oración sacerdotal. Meditaciones sobre Juan 17 (madrid 1979) 371.
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